5 Octubre 2003-2018
Hace 15 años, el 5 Octubre 2003, Juan Pablo II canonizaba en la plaza de San Pedro a Daniele Comboni, fundador de los misioneros combonianos, Arnold Janssen, fundador de los Verbitas, y a Josef Freinademetz.
“Se trata de una fecha que nos recuerda la gracia de la santidad comboniana vivida en primer lugar por Comboni y después por tantos misioneros combonianos, combonianas, seculares, laicos y laicas que han seguido sus huellas y viven hoy la misión como lugar en donde se realiza el deseo de Dios que quiere que todos seamos santos, como él es santo” (Enrique Sanchez).
La fiesta de San Daniel Comboni se celebra el 10 octubre, en el corazón del mes de las misiones, como ejemplo luminoso de la vocación misionera.
Una buena oportunidad para reavivar el sueño que está en el corazón de cada uno de sus seguidores. Vea enseguida cómo lo expresaban un grupo de combonianos durante una semana de espiritualidad dirigida por Mons. Vittorino Girardi (México, año comboniano 2001). (MJ)
El misionero que he soñado ser
En el mes de febrero del 2001, estuve en México para una semana de espiritualidad comboniana. En la Eucaristía de conclusión tuvimos la oportunidad de describir la imagen del misionero que un día habíamos querido ser: ¡Había sido nuestro sueño!, como lo había sido el de poder trabajar un día en las misiones más difíciles del Sudán del Sur, del Zaire (R.D. del Congo) o del Brasil Norte.
Lo que se había realizado de ese “sueño” pertenecía a la historia sagrada de cada uno, pero sentimos que nos hacía recordar y narrar nuestro sueño, para que no quedara sólo en el mundo de los sueños…
• Soñé con ser un misionero dotado de una extraordinaria capacidad para desarrollar una actitud de constante acogida y de diálogo para con todos, haciendo memoria de que Jesús comía con los pecadores; con un esfuerzo sincero para superar todo etnocentrismo, aunque consciente de mi alteridad y entonces abierto a la aceptación y superación de inevitables conflictos.
• Me proponía ser un misionero constante y tenaz en el estudio de los idiomas necesarios para mi apostolado, para entrar así con respeto y a la vez con tesón en el proceso de inculturación que nunca terminaría… Quería aprender bien el idioma (¡resultaron ser varios!) para entrar en el mundo en que el “otro” me acogía, para escucharle, para un encuentro efectivo y afectivo, para evangelizar.
• Soñé con poder lograr una paciencia “infinita”, también por la insistencia de otros misioneros que me habían precedido, para esperar un crecimiento cristiano personal y social, que de hecho es lento y lleno de desilusiones, a veces hasta la exasperación. Quería afianzarme en la convicción tan comboniana, que el misionero trabaja para el porvenir, para la eternidad, y que no debe esperar gratificaciones, aunque deba agradecerlas cuando lleguen.
• Desde los años primeros de formación, pero especialmente desde el tiempo de noviciado en que sentía a Dios tan cerca, me propuse lograr un profundo, sincero, ilimitado espíritu de perdón hacia quien hace sufrir y puede abusar de la bondad de los demás, bien sabiendo que su supuesto egoísmo, sus defectos, le hace sufrir a él, antes que a los demás… Sabía que perdonar es “re-crear”, es hacer nuevos a los demás, a las relaciones, a la comunidad, consciente de que el perdón es la una invención que Cristo trajo al mundo: no se conocía como la que él nos predicó y vivió.
• Soñé con ser un misionero “bueno”, simplemente bueno y hasta me descubrí con el deseo de que un día pudieran ponerme, mi gente en la misión, el apodo de “el misionero bueno”… Había escuchado, en efecto, que la gente acostumbraba dar un apodo a nuestros misioneros, especialmente en África. Los cristianos habían puesto ese apodo a Juan XXIII, el “Papa bueno”, precisamente, yo lo hubiese querido para mi también. Esto me hubiese exigido ser amable con todos, sin exclusiones, atento, “hecho a todos”, con la mirada fija en Cristo buen pastor, “humilde de corazón”. Bien sabía que los destinatarios de mi trabajo, no me querían arrogante, autoritario, distante, orgulloso, resentido, irónico…
• Ha sido mi “utopía”, mi sueño, ser un misionero sereno, contento, en paz, hasta alegre y de buen humor… pero todo esto no tanto como fruto de un “buen carácter” (¡bien sabía que no lo tenía!), sino como consecuencia del sentirme seguro en las manos de Dios mi Padre porque enriquecido extraordinariamente de la experiencia de su amor incondicional, de su perdón y con la certeza de haber sido llamado a pertenecer al grupo de los que Cristo escogió como “amigos”.
• Mi sueño se iba aún más arriba. Quería lograr la firme disposición para compartir gozos y sufrimientos, hambre y pobreza de “mi pueblo”, arriesgando hasta la vida por él, como la arriesgaron, después de Comboni, no pocos de sus hijos e hijas. Quería yo también ser fiel hasta la muerte, como con tanta frecuencia lo repetía Comboni, ya con una fidelidad cronológica ya con una fidelidad “intensiva” con el martirio. Soñaba con gastarlo todo por la misión, para volver un día a mi Patria, si así Dios lo disponía, pobre, con la salud quebrantada, muy ligero de equipaje, dejándolo todo en la misión.
• Le había pedido al Señor, y no sólo una vez, un corazón agradecido hacia todos, abierto a la amistad, sin pretensiones, sin ceder a la codicia o tentación de querer posesionarme de alguien (cooperadores, cooperadoras, alumnos, monaguillos, bienhechores…)
• De una manera muy especial e insistente, había soñado con ser un misionero de “rodillas robustas”, para decirlo con Comboni. Lo que se decía, “un hombre de Dios”, o como lo dicen ahora, “que viéndolo haga pensar en Dios, lo irradie”, por su espíritu de oración y por la fiel práctica de la misma.
• Y finalmente, soñaba con ser un obediente rebelde, como los santos, como Comboni precisamente, es decir, un cristiano y misionero que acepta y obedece a los ritmos de crecimiento propio y de los demás, que lee la voluntad de Dios en las “mediaciones”, pero que no se conforma con la mediocridad, que se rebela frente a los abusos y a los atropellos de lo más sagrado que es la persona, toda persona… y que entra con osadía en la lógica de Aquel que nos amó hasta el extremo.
Monseñor Victorino Girardi Stellin, m.c.c.j.
[Combonianum]
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